Por: Lissete Velasco
Altares, memoria y vida.
En Oaxaca, el Día de Muertos es una de las celebraciones más esperadas y favoritas por locales y visitantes. Desde finales de octubre, las calles comienzan a llenarse de color, del inconfundible aroma a copal y del sonido de la música que acompaña el regreso simbólico de quienes ya partieron. Entre flores de cempasúchil, comparsas, altares y pan de muerto, la tradición cobra vida. Lo que podría parecer un instante de nostalgia se transforma en un reencuentro lleno de amor, en el que los recuerdos, la comida y los pequeños detalles mantienen viva la presencia de quienes se adelantaron en el camino.
En el corazón de esta festividad se encuentra el altar de muertos, elaborado con esmero en cada hogar como un puente entre el mundo de los vivos y el de los difuntos. Estos altares pueden variar en tamaño y complejidad según la región o la historia familiar, pero todos comparten un mismo propósito: dar la bienvenida a las almas que regresan y acompañarlas en su recorrido espiritual.
Cada elemento del altar posee un significado especial: las velas iluminan el camino de regreso de los espíritus; el agua calma su sed; la sal purifica; el copal limpia y abre el sendero; las flores de cempasúchil guían con su aroma y color. El papel picado recuerda la fragilidad de la vida, mientras el pan de muerto simboliza la unión y amor familiar.
Los altares se completan con fotografías, platillos y bebidas favoritas de los seres queridos —desde mole negro, tamales, chocolate y dulces típicos— que llenan el ambiente de sabor y tradición. Así, el Día de Muertos se convierte en una experiencia colectiva donde la tristeza se transforma en alegría, y la vida y la muerte dialogan para recordarnos que el amor trasciende el tiempo.